
La conducta agresiva es un fenómeno multidimensional, en el que se implican diversos factores y puede manifestarse en cada uno de los niveles que integran al individuo: físico, emocional, cognitivo y social.
En el caso de los infantes, resulta de especial atención a partir de los siete años, cuando se expresan de manera habitual conductas de este tipo, a modo de insultos, mediante golpes a objetos o personas y con faltas de respeto, para resolver determinadas situaciones.
Esta fue la motivación que impulsó el encuentro en Itabo, con niños, adolescentes y sus familias, pertenecientes a la comunidad de la Iglesia Episcopal. Interesaba analizar las causas de esos comportamientos que evidencian una dificultad para gestionar sus emociones, así como la responsabilidad que corresponde a los adultos en cuanto a ver qué les ocurre y por qué. En este sentido, se insistió en el rol de educadores que desempeñan y en las normas de cuidado sobre las que se debe prestar atención para que no permanezca tal comportamiento. Basta a veces con ofrecerles modelos respetuosos para encausar su conducta.
Se trabajó bajo el supuesto de que no existen niños violentos, sino conductas agresivas. De esta manera, se evita “colocar la etiqueta” de violento, la cual puede tener negativas consecuencias en cuanto al concepto de sí mismo y su autoestima. También se reflexionó sobre el grado de implicación de los modelos sociales y familiares en las respuestas del joven a su entorno, que bien pueden ser el resultado de una conducta aprendida por imitación o debido a dinámicas familiares en las que las situaciones se abordan de forma violenta.
Se trata, a fin de cuentas, de respetar la individualidad del niño, aceptar su proceso de maduración y acompañarle en el camino de su desarrollo como persona.