Jesús llamó entonces a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: Les aseguro que si ustedes no cambian

y se vuelven como niños, no entrarán en el reino de los cielos.

MATEO 18:2

Los niños crean sus propios juguetes y personajes en la mente, aunque luego la mayoría de estas fantasías infantiles se olvidan.

Las circunstancias de la vida obligaron a que dos hermanos solo pudieran verse tras una larga separación; pero una vez, a los cincuenta años, se encontraron. El hermano mayor miró fijamente al menor a los ojos y, después de unos instantes de silencio, le preguntó: “¿Quién es Silongo?”.

El hermano menor le devolvió la mirada mientras volvía atrás en el tiempo; pues sabía que la respuesta estaba en el pasado. No encontró nada en la adolescencia y continuó retrocediendo en los años, hasta que regresó a la velocidad de un parpadeo para contestar: “Silongo es el hermano de Peteco”.

En la brevedad de un instante aquel hombre había visitado su habitación, en la cual, a los cinco años y como siempre inquieto –hiperactivo diríamos ahora- saltaba de la cama una y otra vez, con aquellos pijamas blancos, de lana gastada, para ir a preguntarle algo a su hermano o contarle lo que le había ocurrido en aquel mundo suyo: el mundo real mezclado con el de sus fantasías.

Silongo y Peteco tenían vida propia. Le acompañaban y conversaban con él. Se convertían en personajes diferentes y desempeñaban distintos roles en cualquier tiempo. Él podía ser Silongo y su hermano Peteco.

En el encuentro, el hermano mayor también preguntó: “¿Te acuerdas cuando te encerrabas dentro del escaparate para leer a las luz de la linterna?”.

La memoria viajó menos lejos esta vez; pues eso había ocurrido cuando apenas asomaba a la adolescencia. El hermano menor, en su afán por encontrar soluciones a su sed de lectura, se metía debajo de la cama para leer a la luz de la linterna, y así no molestar a su hermano y no desobedecer la orden de sus padres de no tener la luz encendida demasiado tiempo porque eso gastaba electricidad y perturbaba el sueño de los demás. Al final encontró la solución: encerrarse dentro del escaparate, con la linterna y el libro, aunque sudara tanto que empapaba sus ropas. Allí podía terminar de leer un libro y hasta empezar otro. Y precisamente allí comenzaba una nueva aventura que le llevaba hasta la madrugada del otro día, con la cual empezaba un paréntesis que terminaba en una nueva noche de lectura.

Silongo y Peteco leían junto a él y, por supuesto, también sudaban por el calor de aquel recinto pequeño; pero no importaba, porque allí tomaban fuerzas para recorrer el ilimitado mundo de la imaginación y hacer sus incursiones en la realidad. ¿Acaso Blancanieves o Pinocho no nos habían visitado también, dejando huellas a su paso?

¡Ah! ¿Gracias a las preguntas de su hermano recuperó sus antiguos compañeros que se habían quedado atrapados…? No, era él mismo quien se había quedado atrapado en los moldes de la persona adulta, que crean muchas veces un espacio más cerrado que el de un escaparate; moldes que había rotos muchas veces con la imaginación y creatividad, pero no tanto como para llegar hasta Silongo y Peteco.

Hemos conocido acerca de Jesucristo, pero muy poco se sabe de su niñez y de su adolescencia. ¿Cuáles eran sus creaciones de niño? Casi seguro que tuvo amigos como Silongo y Peteco; y que creó más amigos, como otros que han imaginado mucho y por eso mantienen abiertos nuestros ojos hacia caminos que no se ven.

Está escrito que Jesús se fue como debía irse y que antes hizo cosas que debían hacerse; por lo que muchos, en su estrechez de adultos, piensan y divulgan que todo fue una fantasía. ¡Qué pena que tantas personas no tengan amigos como Silongo y Peteco! Solamente así tendrían acceso a las sendas misteriosas del sueño, la imaginación o la utopía.

Ha de haber de nuevo un empezar en el que recuperemos la visión infantil para poder llegar a la plenitud. Silongo y Peteco, ya estamos más cerca de ustedes. ¿Qué haremos la próxima vez?

REV. RAIMUNDO GARCIA FRANCO

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