Yo soy el maestro albañil al que Dios permitió poner los fundamentos,

y otro es el que está construyendo sobre ellos. Pero cada uno

debe tener cuidado de cómo construye, pues nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto: Jesucristo. Sobre este fundamento se puede construir con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, paja y cañas;

pero el trabajo de cada cual se mostrará claramente el día del juicio, porque ese día vendrá con fuego, y el fuego probará el valor del trabajo de cada uno.

Si alguien construyó un edificio resistente al fuego, recibirá su pago; pero

si lo que construyó llega a arder, lo perderá todo,

aunque él mismo logre salvarse como quien escapa del fuego.

1 Co. 3:10-15

Tiempo atrás me sorprendieron las palabras de una persona, ya anciana, que se quejaba de que sus méritos como cristiana no eran reconocidos, porque no se le tomaba en cuenta para algunos asuntos en los cuales se suponía que debería estar de cuerpo presente, o porque sus opiniones no eran escuchadas.

Muchas veces consideramos que tenemos la edad suficiente y la experiencia como para ser consultados y estar presentes en ciertas reuniones o actividades especiales. Esto no pasa solo en el ámbito de la Iglesia, sino en otros espacios de la vida humana. Hay personas que se han destacado, pero ya no se les suele tener en cuenta debido a su edad, lo cual les causa disgustos y depresión.

Hay dos hechos que para muchos(as) no son fáciles de aceptar: el envejecimiento, y un natural proceso por medio del cual las nuevas generaciones –para mejor o peor– van sustituyendo a las anteriores. Debemos preguntarnos por qué eso nos amarga.

En primer lugar porque consideramos nuestra vejez como una disminución y no como una continuación. Nuestro cuerpo y nuestra mente van experimentando un deterioro por causa de la edad, que no es igual en todos(as). Esto ocurre en un período determinado, pero no con las mismas características ni al mismo ritmo.

Además, hay que tener en cuenta las enfermedades y la capacidad individual que tengamos para enfrentarlas, superarlas o no.

Nuestra vida, finalmente, no es un resumen caracterizado por sumas y restas, es más que eso, es dirección o propósito. Importa más la calidad que la cantidad de años y méritos acumulados. Hay personas que mueren jóvenes, pero han hecho tanto bien –aunque no se les reconozca– y en tan poco tiempo, que indudablemente han sido significativas.

Lo que la historia y el presente nos muestran es que la calidad de vida, para muchos(as), es acumular placeres o satisfacciones, dentro de una orientación egoísta donde el placer, el tener y las riquezas son las principales aspiraciones o logros.

Recuerdo parte de la letra de un himno que dice: «Construyendo estamos cada día y hora; construyendo siempre». ¿Para qué?

La vida de cada persona es una construcción que depende de los materiales –valores– que usemos. Dicha construcción no necesariamente deja de tener sentido o se deteriora ante la muerte, por el contrario, es la muerte la que da el punto conclusivo o final de la obra que hayamos realizado. Hay obras que nunca llegan a valer nada, aunque se haya hecho gran propaganda sobre ellas; algunas son reconocidas de inmediato; y otras conservan siempre su valor, que incluso aumenta con el paso del tiempo.

Definitivamente, quien valora nuestra vida es Dios; pero no como un juez inmisericorde y terrible, sino como el padre o la madre que saben ser justos desde el amor que los caracteriza y que sienten por los hijos (1 Co. 3:10-15).

No pensemos en nuestros méritos, sino en el amor y en el bien que hicimos –y hacemos– a los demás y a nosotros mismos, sin importar los reconocimientos; pues los diplomas son transitorios, pero la acogida de Dios es eterna.

El apóstol Pedro, teniendo en cuenta el ejemplo de Jesucristo, enseña a los más jóvenes algo que nunca debe ser olvidado en el transcurso de la existencia: «Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los enaltezca a su debido tiempo» (1 Pe. 5:6).

 

Rev. Raimundo García Franco

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